A LA ESCUCHA Por Manuel Quaranta.
- laportenarevista

- 4 oct 2020
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 5 oct 2020

Sólo lo difícil es estimulante; sólo la resistencia que nos reta es capaz de enarcar, suscitar y mantener nuestra potencia de conocimiento.
Lezama Lima
Los nuevos modos de relación virtual, que, por supuesto, existían previamente a que los descubriéramos, y que irrumpieron igual que fieras hambrientas en el despertar de la pandemia (pandemia y medios virtuales, además, que de repente nos introdujeron en el siglo XXI, como si las primeras dos décadas de este siglo hubieran pertenecido aún al siglo XX) tallan una herida en el corazón del pensamiento metafísico occidental que ubica a la presencia en un estadio superior al de la ausencia, bajo el supuesto de que entre ambas disposiciones ontológicas sólo opera una tajante oposición (la famosa grieta) y que lógicamente en esa oposición vence (y no ha dejado de vencer) la presencia. El pensamiento metafísica desestima, por tanto, la efectiva y vidriosa relación que las une. Brutalmente: en la ausencia hay presencia y en la presencia hay ausencia. De otro modo, en la realidad hay virtualidad y en la virtualidad hay realidad. En este sentido, quiero referirme a un aspecto de las plataformas de comunicación tipo Zoom o Google Meet (entre paréntesis, qué notable, fueron suficientes sesenta o setenta días para hacer de lo desconocido una rutina, es decir, para que se naturalizaran dispositivos como si hubiesen existido desde siempre, lo que demuestra, justamente, la relación problemática entre las oposiciones antes mencionadas) específicamente (aunque no sólo) en su uso dentro al ámbito educativo, en particular el universitario.
Llama la atención (y para que la atención llame debe estar ella misma atenta, pendiente, dispuesta, ¿obsesionada?) que la frase que inicia una reunión virtual cobre la forma de una pregunta, “¿se escucha?”, y lo que de alguna manera deja entrever esa pregunta es que el canal de comunicación no se encuentra asegurado, más aún, el impersonal introduce un matiz de misterio; ¿qué significa ese “se”?, ¿quién es ese “se”?, ¿somos nosotros?; como si el hablante estuviera más allá o más acá de su propia voz, aunque entendemos o queremos entender que el tanteo (¿se escucha?) apunta a verificar el funcionamiento correcto del canal comunicativo.
Entonces, podríamos decir que la pregunta “¿se escucha?” pone en evidencia un riesgo, la inminente fractura de cualquier comunicación virtual, fractura que sin dudas podría extenderse al ámbito de lo presencial (llamado, quizás con excesiva confianza, real). Ahora bien, esa consulta por la escucha, al fin y al cabo, ¿no es uno de los interrogantes (digamos, si se me permite el chapaleo metafísico) esenciales, o por excelencia, de la reflexión sobre la enseñanza y sus posibilidades concretas de afectar a los otros? “¿Se escucha?” significaría, ¿qué repercusión tiene en el otro mi mensaje? O tal vez, ¿qué hacen los estudiantes con lo que reciben del docente? ¿Cómo lo tramitan? ¿Cómo lo traducen? Nace la gran angustia: dar (¿dar qué?) e ignorar las consecuencias que ese dar provoca.
“¿Se escucha?”, podemos presentirlo, resulta ser una pregunta profunda, de múltiples aristas, y que en su articulación contemporánea aguijonea al sentido común tecnificado: siembra la sospecha, en la era de la comunicación, de la comunicación masiva e hipertecnificada, sobre su plausibilidad; la pregunta representa una especie de toma de conciencia (asumiendo las debilidades de este giro) que la comunicación, desde el principio no está asegurada, no está garantizada, a pesar de que las fuerzas técnicas desbordantes (y ya desbordadas) aseveren lo contrario (dice Adrián Cangi, alejado del contexto pandémico: “lo que hoy no estamos seguros es que en el tiempo de la comunicación la comunicación se produzca”). De nada tienen que convencernos, por otro parte, pues nosotros percibimos con esas fuerzas instaladas en nuestro interior, percibimos desde ellas y con ellas oímos, hablamos, tocamos, sentimos. Sin embargo, un hilo de misterio aún pervive, resiste a la tecnificación, “¿se escucha?”, se parece demasiado a una pregunta hecha por alguien alrededor de un fuego a punto de narrar una historia de fantasmas.
En esa dialéctica entre el escuchar y el no escuchar, entre la certidumbre y la incertidumbre, se abre un umbral que da que pensar, un límite que por su propia gravedad debe ser pensando. Debemos entonces pensar lo evidente, pensar que lo evidente no está garantizado, que lo evidente no es seguro, o sea, que lo evidente no es evidente, y ahondar en esto, redoblar la apuesta para cuestionar la fantasía de que la comunicación depende de la técnica (resuena de nuevo Cangi), de que nuestra comunicación depende de un saber técnico. Esa creencia, justamente, es hija de la técnica.
Pensemos para terminar en algo básico, pensemos en el nombre con el que se han bautizado las dos plataformas más exitosas, zoom y meet, ambas remiten evidentemente a la imagen, al ojo (al ojo que se aproxima), al registro de la mirada. A la pura positividad de la imagen. Gracias a ellas, a las plataformas, el contacto visual parecería estar asegurado, no hay dudas de que estamos frente a la pantalla (estamos en la pantalla, somos la pantalla), no hay dudas de que me veo, de que me ven; en cambio un interrogante nos acecha (y nunca ha dejado ni dejará de acecharnos), el interrogante sobre la escucha, el ser escuchado, ¿el otro podrá escucharme?, ¿yo me haré oír?



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