DÍA DE SOL EN EL BALCÓN
- laportenarevista

- 8 ago 2022
- 3 Min. de lectura

MARITA PENEDO
Ph: Gus de María
Me gusta el balcón cuando está calentito en invierno. Da el sol por la tarde.
Los dolores de cabeza más intensos pasaron, los días de depresión que les siguen también. Hoy me siento
mejor.
El planazo incluye reposera, libro, puchos, vaso de vino.
El vino no es cualquiera, es de guarda, una ganga que encontré en el chino: Malbec Altos Las hormigas. No
sé cómo hacen los chinos para tener tan baratos estos vinos finos, revientan camiones probablemente. Que
es un vino de guarda me lo enseñó un sommelier devenido en actor en una filmación. No soy del tinto,
prefiero blanco seco o rosado, más que nada cerveza, pero no tengo un peso. Parada delante de la góndola
me acordé del sommelier, de esos fines de semana de videoarte, lloré por los amigos que ya no están y
compré el Malbec. Muy barato.
La tarde soleada me depara un doble programa: “El asesinato de Ramón Vásquez” y “Un compañero de
trago” de “el poeta maldito” que me embruja, me seduce, me identifica. Mi editora sugirió que no lo nombre
porque no está bien visto en los círculos intelectuales, y es –según ella- solamente leído por adolescentes.
“Cortala con –el innombrable-, Marita, cortalaaaaa”, me dijo por whatsapp alargando la última “a”. Y yo sé que
la tengo un poco harta, pero me quiere porque somos amigas de la infancia y le entrego las notas más o
menos en tiempo y forma. Los editores son necesarios, siempre tienen razón. Los odiamos un rato y los
amamos la mayor parte del tiempo.
Me acomodo en la reposera dispuesta a leer. El agente Kuryaki se acomoda al lado mío enrollado arriba de la
valija jubilada de aeropuertos, abandonada en el balcón porque no le funcionan las ruedas. Me dedica dos
pestañeos lentos -besos de gato- y se duerme.
Disfruto, saboreo, espero entre uno y otro relato para pensar. Vivencio las palabras, más que nada las
sensaciones, apuesta de aprendiz de escritora. Cuando estoy por comenzar el tercer cuento –fuera de
programa-, me distrae un sonido de agua.
Santiago está regando la vereda. Tira lavandina también. Qué mal envejeció Santiago. Era precioso cuando
éramos pibes, morocho de ojos celestes como todos los grandes amores de mi vida. Tiene la casa en venta.
¿Se habrán muerto sus padres?
Desde la cocina de Santiago se ve el jardín, las rosas de su mamá, la pileta. Pasamos noches muy largas ahí,
charlando, tomando, pensando en el futuro. El mundo estaba sin estrenar. Él quería irse del país, yo quería
trabajar en cine. Compartíamos libros, historietas. A él le gustaba Dickens –sí, sí, ese Dickens-, Borges,
Thomas Mann. En esa época yo descubría a Cortázar, Levrero, Borin Vian y me perdía en sus ojos celestes
mientras me contaba sus sueños, de su escuela, sus amigos, su novia…
Me mudé. Supongo que él también. Volví a la misma calle al tiempo de haberme ido. Me lo encontré en el Día
y no lo reconocí. -Hola, soy Santiago, ¿te acordás? Ya sé, estoy hecho mierda. A partir de los 40 me arruiné.
Vos estás como siempre. La más linda-. Me morí de amor.
Después… el barrio. La conversación entre vecinos es un cotidiano de hola, hola, cómo estás, bien, bien,
tirando, qué calor, qué frío, qué caro está todo, ¿viste?
Santiago deja la manguera cuando para una moto con mucha pinta de transa. Abre la reja. Un saludo corto,
intercambio de manos. Medio chiste, un cuarto de risotada. La moto se va como llegó.
Y sucede lo impensable.
Levanta la vista y me ve, mirándolo desde mi balcón.
Me guiña un ojo.
Me hago la tonta, la distraída.
Se sonríe de costado -un gesto que no veía hacía 30 años-. “Esperá”, me hace con la mano.
Entra a la casa y al toque sale con una botella de Heineken. La levanta un poquito y me cabecea como
invitándome a bailar.
Bajo un rato a charlar con Santiago.



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